Buena Vista


El narrador siempre tuvo buena vista; más bien siempre tuvo mucho arrastre con “las minas”. Tenía flor “de labia”, todas sucumbían con sus palabras. Podría decirse que enamoraba a las mujeres con palabras.
Estas pasiones siempre duraron … lo que tenían que durar. Aquel ciclo de vida comenzaba con la charla, al instante la susodicha quedaba obnubilada, todas y cada una de sus palabras las iban enamorando, hasta que estaban “muertas” con él, la audiencia femenina lo adoraba.
El narrador era omnisciente, sabía todo del mundo de historia de la arquitectura, de la música, de la literatura, era una entidad dentro de la Historia.

El narrador paseaba por el parador abandonado. Aquello era una infamia, aquel lugar en medio de la sierra, - ¿por qué Vilamajó tuvo la mala idea de morirse antes de terminarlo? – se debatía con bronca, la madera estaba agujereada por las termitas, no quedaba un vidrio sano, a veces encontraba un bichicome tapado con unos cartones, y el narrador enfurecía.
El parador estaba construido sobre la empinada ladera de la sierra, balconeando sobre el valle con parte de su estructura en voladizo apoyada en pilares de troncos. Los responsables de su deterioro fueron el tiempo y el vandalismo.

Fue un día que apareció en medio de esas ruinas esa mujer rara. No era una mujer fea, tenía el pelo largo y ojos aguamarina, pero qué desgracia, estaba vestida de hippie.
El narrador no se bancaba a las hippies. Por lo contrario, estaba acostumbrado a mujeres refinadas, que vestían sedas y encaje, que tenían las uñas pintadas, que olían a Chanel número cinco. Sin embargo, la mujer hippie no olía a pachuli, al menos eso era un alivio, usaba más bien un perfume dulzón. Claro que no tenía las uñas pintadas, tenía manos descuidadas, con olor a tierra.
Esa mujer no era “su target”, ¿qué le dirían sus amistades? ¿Su familia? Esa mujer era impresentable.
¿Quién lo había mandado poner sus ojos “ahí”? Del otro lado estaba la otra muy comedida, que buscaba su ausencia que se hacía presencia en cada noche en helada espuma del río y se mojaba los pies y gritaba su nombre, y el narrador sabía que siempre lo estaría esperando en la orilla de plata.
Esa mujer siempre estaba metida en “quilombos”, manifestando por la despenalización del aborto, o por la diversidad sexual, él se moría de vergüenza.
Esa “mina” era un “quilombo”.

Cuando la vio por vez primera en medio de las ruinas, a pesar de que no se bancaba a las hippies un imán hizo que el narrador se le acercara. Aquello había sido imperdonable, y el narrador no la perdona.

-Dentro de dos semanas doy una charla, ¿querés venir?- le dijo.
El narrador la detectó sentada en última fila, esa hippie era insociable hasta la médula. El tenía un traje negro, y ella unos jeans agujereados.

Sin embargo, apenas la vio, el narrador se le acercó, y le pidió que lo esperara. Ella accedió y se fueron a un pub donde intercambiaron muchas palabras.
El narrador estaba desconcertado. Tuvo que improvisar otra estrategia, porque todas las palabras que él le presentaba, ella ya las conocía, el narrador estaba convencido que esa mujer rara nunca más lo vería.
Por un lado eso le convenía, nada de líos con la familia, ¿cómo le presentaría a su madre una hippie? Era preferible la que esperaba en la otra orilla.
Pero el ego masculino no podía soportar aquello, por lo cual el narrador se tiró “a la pileta”, y le hizo una segunda invitación. Atónico quedó cuando ella dijo “si”. “¿Y qué me habrá visto?” se debatía entre la bronca y la alegría. Sabía que esa mujer odiaba todo lo que tenía que ver con protocolos, con diplomacia, sus palabras no la habían enamorado, el narrador estaba intrigado.

El narrador decidió entonces escribirle una carta. Pensó todo el día qué papel a ella le gustaría, y después de dar veinte mil vueltas, eligió el papel manila. Con letra cursiva impecable prologó aquella misiva con un “Mi dulce”.
A los dos días, al llegar al solitario departamento de un dormitorio y con vista al mar, encontró que bajo la puerta había un sobre papel avión. De inmediato, el narrador rasgó ese sobre, y se encontró con una carta tan larga como la suya.
Así fue que comenzó un feed-back de correspondencia, y lógicamente llegó el día del encuentro.
El narrador se había olvidado que ella era una hippie quilombera y subversiva, para él la mujer rara era toda una dulzura.
Se fue acostumbrando a ella, y surgió aquella extraña pasión, y eso que el narrador nunca había salido con una hippie. La llevaba de la mano por las aceras de Montevideo, ella no ponía ningún reparo, el narrador nada entendía, ¿una hippie lo hacía feliz? ¿cómo era eso?

Pero lentamente sus raíces se iban re dibujando, y entonces esa voz le decía: “¡Vos no podés salir con una hippie! ¡Vos sos un aristócrata! ¿No te das cuenta la vergüenza que pasás cada vez que ella sale en una manifestación? ¿No te das cuenta lo que dicen tus amigos?
La voz se fue haciendo cada vez más presente, y un día sin dar ninguna explicación a la mujer rara, el narrador decidió no responder más a sus misivas.
No respondió a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera, ni a la cuarta, ni a la quinta, sin embargo el narrador seguía recibiendo sobres papel avión.

Un día el narrador fue a la presentación del libro de una amiga, y quedó petrificado cuando la vio. No lo esperaba. Y fue entonces que le dio vuelta la cara.
Sin embargo a los tres días, un nuevo sobre papel avión estaba bajo la puerta de su departamento. “Me diste vuelta la cara, pero al menos te vi bien y me alegro por eso”.

El narrador se exilió en la sierra, en un convento en las cercanías del parador abandonado.

El viernes cinco re abre el parador “ le pareció escuchar al narrador entre sueños en la voz de una de las monjas. “Va tener comedor con vista panorámica a las sierras va haber muchas actividades de aventura

El narrador había perdido hace mucho la cuenta del tiempo, pero aquella noticia lo sacudió. Fue entonces que decidió volver al departamento y responder aquellas cartas.

Anna Donner Rybak © 2011